Mariposas
Mariposas
El pequeño insecto, de cuerpo gelatinoso y torpe, se desliza con dificultad sobre el concreto. Ha dejado las ramas y los arbustos para buscar el sol, y ahora, con el paso certero de un soldado, se desplaza por la banqueta, junto a la avenida, al compás de una cadencia interna de retracción y estiramiento. Al percatarse de mi pie, levanta la cabecita, como para olfatear y reconocer el extraño bulto que se encuentra situado frente a ella. Su espalda negra, con pequeñas pecas amarillas y algunos pelos que parecen alfileres negros, se alza como la giba de un camello, y esto hace que parezca que se fuerza para empujar la tela de mi zapato. Sin embargo, reconoce la futilidad de su esfuerzo al cabo de pocos segundos, así que se repliega y luego se desdobla nuevamente en otra dirección, hacia la parte en la que no hay obstáculos.
Noto que un policía que se encuentra a unos metros me observa con suspicacia. No sabe qué es lo que ocurre, ni qué sea lo que lleva a un hombre de mis dimensiones a dar esos pasos extraños, como de loquito, entre el arbusto y la banqueta. Y como todo lo que no entiende es potencialmente amenazador al orden público del cual es tan celoso guardián, mantiene un ojo alerta sobre mi silueta.
Pero a mí no me importa. Vuelvo a colocar mi pie, de tal manera que la oruga ya no puede seguir avanzando ni pasar a la parte soleada de la banqueta, lejos del arbusto del que cayó. Ahora, ha tenido que regresar a la sombra de donde inicialmente buscaba el exilio. Ahí, nuevamente, coloco mi pie, sólo que esta vez lo hago a lo largo, no a lo ancho. Ya no busco obstaculizar su paso, sino encarrilarla: que la oruga pueda seguir caminando por la orilla, sin que corra el peligro de ser pisada por algún distraído.
Mientras tanto, el policía sigue observando, y la gente sigue pasando. En realidad, no son muchas personas, pero sí más de las que verdaderamente he conocido en mi vida. Todas me esquivan, me rebasan, pero ninguna realmente dice nada ni me cuestiona. Sólo el policía, parado afuera de la sucursal bancaria.
Cuando noto que la oruga ya ha tomado un rumbo seguro, y que camina paralela a la banqueta, por la orilla, me congratulo de haber hecho un buen trabajo y me siento en el parabús que está a unos metros de ahí a esperar el autobús. El pesero no se ve desde acá: voy a tener que esperar un poco. Observo, ya sentado y más tranquilo pues me resguarda una sombra, cómo la oruga continúa avanzando con su consistencia como de flema por la avenida. Su paso es perfecto, pues recorre justamente la franja que corre debajo de la sombra a la altura del arbusto, y nadie camina tan por la orilla. Me doy cuenta que nunca he pensado la razón por la cual la gente, siempre que va sola por una banqueta, tiende a caminar por el centro, como si hubiese una tendencia natural al equilibrio en todas las cosas. Y quizá se deba a que inconscientemente le tengamos miedo a los muros o a los barrancos, y estoy pensando eso cuando, y esto ocurre muy rápido, pasa un hombre que camina muy de prisa, zapateando violentamente contra la banqueta con el cuero de sus suelas que se asoman bajo su traje azul. Su rostro va un poco absorto, distraído, pero sus ojos rebotan de un lado a otro, observándolo todo, sin retener nada. Únicamente se concentra en tomar trozos de una galleta que saca de una envoltura transparente, en meterlas a su boca, y en masticar. En una fracción de segundo y a un par de metros de distancia, ubica con gran indiferencia la posición de la oruga y, con un zapatazo, la aplasta de manera rápida, contundente, pero, sobre todo, deliberada. El sonido que hace es como el de un barro tronado, o como cuando se te destapan las orejas. El pavimento queda manchado por una mezcla de sangre y un líquido amarillento, y el hombre únicamente sonríe un poco, una sonrisa agridulce y parca de niño malcriado que se sale con la suya, y sigue caminando. De inmediato, me paro y le grito OYE HIJO DE PUTA, ¿QUÉ MIERDAS TE PASA? ¿POR QUÉ CARAJOS MATASTE A LA ORUGA?
El tipo, un poco desconcertado, me mira y se vuelve a reír. Me enseña sus dientes blancos y perfectos, y sus labios con pedacitos de galleta húmeda, y señala la mancha en el piso y emite una especie de excusa conformada por pequeñas risas nerviosas y algunas palabras inconexas entre las que logro discernir un como “ssss” y “gusano”. Y luego, dice algo de que fue accidente. ¿QUÉ NO ME ESCUCHASTE IMBÉCIL? ¡ACCIDENTE MIS HUEVOS! TE VI CÓMO LO PLANEASTE, PERO NO LO PUDE EVITAR PORQUE ESTABA PENSANDO EN EL MIEDO A LOS MUROS, ¡HIJO DE PUTA! Me agaché junto al árbol más cercano y recogí un puñado de tierra que incluía una pila usada y algunas colillas de cigarro, y me acerqué al victimario de insectos. El hombre, pasmado, sólo me miró con cierto horror y un poco de asco. No sé si le repugnaba que mi camiseta estuviese rasgada y sudada, o si le daba asco mi calva. Quizá le ocasionaban náuseas mi olor o las estrías de mi gran panza que a estas horas del día siempre está brillante por el sudor. El caso es que puso una cara de entre terror y la de alguien que se aguanta la respiración cuando pasa junto a un camión de la basura cuando me acerqué a él con el puñado de tierra, y apenas logró taparse ligeramente la cara con las manos cuando por fin me animé a lanzarle el puñado de tierra con fragmenos urbanos que le había preparado. Como si en ese momento hubiese despertado, o se hubiese dado cuenta que no era una broma, el tipo giró ciento ochenta grado, y salió corriendo, todo manchado de mierda, y cubriéndose la cara. Vislumbré unas gotas de sangre que le escurrían de la nariz. Le grité, ES UNA ORUGA, NO UN GUSANO, pero ya no sé si me escuchó. Yo me acerqué a la mancha del piso y comprobé que el insecto estaba convertido en una especie de retrato impresionista de una oruga que cae de un edificio. Me volví a sentar, algo triste, y me disponía a esperar el autobús nuevamente, cuando en eso siento pasos tras de mí y veo al policía de hace rato que viene con varios policías más y me tiran al piso e inmediatamente pasa una patrulla, y pues ahora voy en la parte trasera y a pesar de que me senté justo en el medio no estoy pensando en el miedo a los muros y a los precipicios, sino en que ahora sí me tomaron por sorpresa, pero ni modo, la gente nunca ha entendido ni entenderá esto. Les da miedo lo ajeno, lo distinto, lo inesperado. Algo gritan de actitud sospechosa, de procesos penales, narices rotas que tardan más de quince días en sanar. Pero hasta donde yo tengo entendido, lo único que estaba haciendo era salvar a las futuras mariposas, que cuando pasan volando nos alegran un poco el día, nada más. Por lo mismo, sus palabras me tienen sin cuidado.
2 Comments:
hey si un gusano cae de un edificio no le pas nada
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