8:27
Desde antes de que me levante de mi asiento lo presiento. Son las 8:27 de la mañana y la estación Rosario bulle de gente como cualquier otra terminal a esa misma hora. Parece un hormiguero en guerra sin ninguna hormiga reina que la comande (por suerte). Sigo la rutina: estoy sentado y luego me levanto. Me acerco a las puertas y efectivamente ahí está, necesariamente debía estar. Una señora. Sus ojos vibran viciosamente en una mirada que pretende simular la angustia omnipresente de la vida suburbana. Descubro su preocupación, casi la puedo oler, y es un olor desagradable como el de una bolsa de supermercado recién empaquetada entre más bolsas de plástico.
El tren del metro disminuye su velocidad, se detiene lentamente. Los pasajeros estamos listos para salir, estamos decididos a salir, todos parados enfrente de las puertas de SALIDA, muy atentos, porque detrás de nuestras espaldas, en el lado opuesto del vagón, hay una muchedumbre a la que se le hace tarde y que está parada enfrente de las puertas de ENTRADA igualmente decidida a entrar. Si eres de los que se encuentran dentro y no logras salir rápidamente corres el riesgo de morir aplastado, con una docena de pies calientes colapsando tus pulmones. Y sin embargo, entre tanta gente y entre tanta decisión, existe un orden presente, casi sistemático: tú sales y ellos entran. Sí, así de impersonal. Somos una masa anónima fácilmente reemplazable. Más o menos es así como funciona la democracia capitalista.
Bueno, al parecer la señora de los ojos viciosos no comprende esta lógica, y quizá esté haciendo lo correcto, ahí parada enfrente de la puerta de SALIDA por donde los pasajeros salen y no entran. Aunque eso sí, le está valiendo un carajo que los del otro lado te colapsen tus pobres pulmones. Ella quiere encontrar un asiento libre y ya. Que se joda el mundo. Que la gente siga comprando bon ices y siga tirando sus envolturas vacías y chupadas en la calle. Al fin y al cabo ella tiene su asiento y su culo intranquilo tiene por fin un descanso. Sentarse: esa es su fantasía. Lo puedo leer en sus ojos inquietos, tan muertos y no obstante tan activos. Si tan sólo consiguiera escabullirse entre los tripulantes que descienden, si al menos se lograra deslizar hasta un asiento ante los ojos encolerizados de los que mecánicamente han ido al andén de ENTRADA para abordar ordenadamente, entonces habrá triunfado. Sería como un hurto, como un arrebato. Se quedaría con el asiento de alguien más. Y hasta podría presumirlo.
Por fin un alto total, el tren del metro se mantiene inmóvil. En el aire domina una especie de bullicio silencioso. Se puede percibir el abatimiento de todos los pasajeros presentes durante un instante particularmente largo. Cada uno esperando a que las puertas se abran, siempre con una pizca de esperanza asomando a través del lodo. El conductor del tren decide abrir las puertas de ENTRADA antes que las de SALIDA. La gente empieza a derramarse a través de las puertas apenas comienzan a separarse. De un momento a otro los vagones están casi llenos. Los pasajeros sentimos cómo una ola de carne se aproxima violentamente hacia nosotros. Podemos morir embarrados en los cristales de unas puertas que jamás se abrieron. Y la persona que en ese momento se siente más desgraciada es la gandalla de la señora con todo y sus ojos saltarines porque su plan se ha ido al carajo, porque a fin de cuentas todo dependía de un pobre chico que es empleado del Sistema de Transporte Colectivo y que le dio la gana abrir primero la puerta de ENTRADA y no la de SALIDA.
En el último momento, con la gente casi encima de mí, se abren las puertas. Logro asomarme y veo como la señora de los ojos viciosos, casi a punto de aventarse contra nosotros confiando en que aún es posible que pueda apañar un asiento libre, desiste con dificultad y hace una mueca de rabia mezclada con derrota.
Casi por inercia los pasajeros conseguimos salir, unos encima de otros. Mi mochila sigue colgando de mi hombro y ha resistido una compresión descomunal. La acomodo, me olvido de la señora y sus jodidos ojos y avanzo hacia las escaleras. La sirena de los vagones comienza a pipipear anunciando que dentro de poco las puertas se cerrarán. Algunos no han alcanzado a subir. La multitud de gente que sí lo logró es ya tan compacta que a penas y se distinguen sus componentes. Con mucho esfuerzo un anciano con ropa percudida que al parecer se había quedado rezagado en medio de la confusión consigue sacar un brazo, luego el otro y finalmente su pequeño cuerpo escapa de la masa de gente. Se detiene a recobrar un poco de aire y comienza a andar lentamente. Ya frente a las escaleras comienza a sobarse los riñones.
23/06/05 - 27/06/05
3 Comments:
Tiene muy buena cadencia el texto; me gustó sobre todo el final. Si te has fijado, muchos de tus cuentos terminan de manera similar. Pero sí lograr transmitir la idea del metro, y de la señora gandalla. No sé por qué, pero me la imaginé con un pequeño afro ligeramente decolorado.
En cuanto a lo anecdótico, recuerdo alguna vez haber escrito, no sé dónde, acerca de un personaje miserable, o del típico usuario del metro (que vienen a ser casi la misma cosa), que su vida era tal mierda que el evento que más gusto le había causado ese día había sido apañar asiento en el metro y disfrutar ver cómo a una viejita le temblaban las piernas por ir parada entre la multitud.
chido, esas historias del día a día que todo mundo ve pero pocos pueden descifrar.
me acordé mucho de una escena de "Batalla en el cielo", donde el protagonista entra en el metro que está hasta el culo de gente.
Wow, muy bueno. Es una crónica cotidiana muy precisa y lleva un hilo claro e indudable. Me gustó.
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