domingo, noviembre 18, 2007

Iba

Iba


por Amy Hempel




Hoy por la mañana descubrí una errata en el menú del hospital. Lo que quieren decir, me parece, es que el guiso que van a servir por la noche irá acompañado de espaguetis a la putanesca. Pero lo que está escrito aquí, en la bandeja del desayuno, es que el guiso irá acompañado con espaguetis a la amputanesca.
Ésta no es una palabra que de gusto leer después de que tu auto se volteó dos veces a cien por hora, y luego cayó en una zanja.
No perdí el control en una parte de la carretera conocida como el Callejón de la sangre o la Curva de los paramédicos, sino que lo perdí en un camino plano y seco, sin ningún otro auto a mi alrededor. La razón es la siguiente: en el desierto, me gusta manejar mirando a través de unos binoculares. Lo que me gusta de hacerlo es que las cosas son dos a la vez. Las cosas están lejos y cerca, y tú sigues en el mismo sitio.
En la zanja, las cosas también ocurrieron de dos modos a la vez. El aire estaba increíblemente caliente, y mi piel estaba increíblemente fría.
–Hijo, me dijo el doctor, no deberías seguir vivo.
El impacto me borró dos días de la cabeza, pero lo único que puedes ver es la cortada en mi quijada. Mi carro es declarado pérdida total, y a cambio recibo veinte puntadas que impiden que me rasure.
Qué bueno que esto haya sido lo único que ocurrió, pienso. Este hospital y esta clínica no son precisamente hospitales de primera. Los utensilios no vienen de un botiquín de primeros auxilios, sino de una caja de herramientas. Las paredes de la recamara no están pintadas de beige rosa, ni de un verde brillante. Los muros son del color de un chocolate viejo cuyas orillas se destiñen.
Y luego está el olor a gusanos.
Aunque es posible que esté equivocado al respecto.
Soy propenso a las alucinaciones olfativas. En el momento en que la casa de mis padres se estaba quemando, pude oler el humo a tres estados de distancia.
Ahora puedo oler gusanos.
El doctor me quiere mantener bajo observación porque me pegué en la cabeza. Así que perderé unos días de clases. No tengo problema con ello. Creo que el 99 por ciento de lo que uno hace se puede posponer. De hecho, el accidente fue una experiencia de aprendizaje.
¿No lo sabías también? Que el dolor enseña.
Una de las enfermeras es lo que le sigue. Estaba agachada sobre mi cama, extrayendo pedacitos de vidrio templado de mi cabellera. –¿Qué aprendemos de esto?, me preguntó.
Fue como la clase que tuve en la escuela en la que el profesor habló acerca de Darse cuenta. El ejemplo que dio (el muy mentiroso dijo que fue cierto), fue una vez en la que, tomando jugo de naranja, se dio cuenta de que un día estaría muerto. Se preguntaba si nosotros, sus estudiantes, nos habíamos dado cuenta de cosas similares.
Me pregunté si acaso estaría bromeando.
Una vez canjeé mi cheque quincenal y me di cuenta que no alcanzaba.
Una vez me intoxiqué y me di cuenta que estaba atrapado dentro de mi cuerpo.


Lo que me interesa ahora es la cosa de la memoria. ¿Por qué dos días? ¿Por qué dos días? Lo último recuerdo es que no me pidieron identificación en un bar en el que no había más de un par de tipos, cerca de los salares de Bonneville. El cantinero me sirvió un tequila y dejó la botella fuera. Me preguntó a dónde iba, y le dije que sólo iba. Me mostró cómo poniéndole una gota de tequila en la cola, el escorpión se pica hasta morir.
¿Qué pasó después?
Quizá esos días regresen y quizá no lo hagan. Mientras tanto, qué les parece esto: ni siquiera recuerdo todo lo que olvidé.
Aunque sí recuerdo el accidente. Recuerdo que fue como los binoculares. Ya sabes, ¿en dos direcciones? Fue lento y fue rápido. Fue ambas.



El estofado no estuvo tan mal. Me comí hasta el último pedazo. Me terminé los vegetales verdes y también los rojos y los anaranjados.
Ahora me encuentro esperando a la enfermera nocturna. Viene a tomarme la presión a esta hora. Podría decirse que es el momento culminante de mi día. Esto se debe a que, en comparación a esta enfermera, las demás mujeres del mundo parecen transexuales. Desafortunadamente, ella está enamorada del Señor.
Pero esta enfermera, vaya que sabe jugar. Cuando no puedo dormir, ella viene con el directorio telefónico, se sienta junto a mi cama y buscamos nombres graciosos. Calíope Ziss y Maurice Panqué viven en esta comunidad.
Me gusta tener una mujer en mi cuarto, por la noche.
La enfermera nocturna despide un olor a vela navideña.
Después de que se va del cuarto, y por un lapso corto de tiempo, la recámara se siente como si ella estuviera aquí. No lo está, pero su idea sí.
No es igual, pero me pone a pensar en la noche en que murió mi madre. A tres estados de distancia, el olor en mi recámara era el del maquillaje de su rostro cuando me dio un beso de buenas noches, la noche en que no estaba ahí.



Traducción del de-compuesto

sábado, noviembre 17, 2007

El hombre en Bogotá

El hombre en Bogotá

por Amy Hempel


La policía y los servicios de emergencia no logran el más mínimo impacto. La voz suplicante del cónyuge no tiene el efecto deseado. La mujer se mantiene parada al filo del abismo. Aunque no por mucho tiempo, amenaza.
Tengo la ocurrencia de que soy yo quien debe convencerla de bajar. Lo veo, y sucede así. Le cuento a la mujer la historia de un hombre en Bogotá. Era un hombre acaudalado, un industrial a quien secuestraron para luego cobrar un rescate. No fue como lo retratan en las series de televisión: su esposa no pudo simplemente llamar al banco y, al cabo de veinticuatro horas, tener listo el millón de dólares. Tardó meses. El hombre tenía una afección cardiaca, y los secuestradores tuvieron que mantenerlo vivo.
Escúchame, le digo a la mujer que está parada al filo del abismo. Sus captores le hicieron dejar de fumar. Cambiaron su dieta y lo pusieron a hacer ejercicio todos los días. Y lo mantuvieron así durante tres meses.
Una vez pagado el rescate y tras ser liberado, su doctor lo examinó. Encontró al hombre en excelentes condiciones de salud. Le repito a la mujer lo que el doctor dijo en ese momento. Que el secuestro fue la mejor cosa que le pudo haber ocurrido al hombre.

* * *

Tal vez ésta no sea una de esas historias hechas para que te arrepientas de saltar. Pero la cuento con la esperanza de que la mujer que está al filo del abismo se plantee una pregunta, la misma que se planteó el hombre en Bogotá. Que cómo sabemos que lo que nos pasa no es bueno.


Traducido por el De-compuesto