Proceso de deterioro
Me levanté con la vista nebulosa. Veía blanco y borroso. Cuando me planté frente al espejo del lavabo del baño de la casa perdí el equilibrio y casi me estrello con el vidrio. Me recuperé justo a tiempo. Me restregué los ojos rítmicamente y logré ver colores. Me miré los dedos. Tenía unos residuos de lagañas secas con pestañas. Me limpié las lagañas con mi camiseta. Tomé un buche fresco de agua no potable de la llave. Tomé otro buche y dejé corriendo el agua. Nuevamente me inundó una debilidad que desde varios días se había interiorizado en mí. Me mojé el pelo, me mojé mis barbas de apóstol, me eché otro buche directo a la garganta y esta vez sí que me supo a óxido. Un poco de nauseas. Luego unas ganas de cagar. Cuando levanto la tapa me encuentro con un regalo. Alguien no le había jalado y una mierda amarilla instalada en el fondo de la taza estaba a mitad de un proceso de erosión; se desintegraba en hilos de fibra al compás del imperceptible oleaje del líquido ya pintado de ocre. Parecía un coral en decadencia, bien esponjado. Le jalé y todo desapareció remolino abajo. Me senté e hice lo mío. Tardé menos de cinco minutos. Me levanté y por poco se me olvida limpiarme el culo. Me limpié y regresé a mi cuarto. Yo tampoco le jalé.
Cuando desperté ya se oía la agitación urbana detrás de las paredes. Cláxones, maldiciones, aullidos, ofertas. De nuevo tenía la puta vista nublada y me dolía el cerebro. Decidí cerrar los ojos y dejar los problemas a un lado. Me quedé dormido por tercera vez. Cuando por tercera vez desperté había babeado toda la almohada y mis mejillas estaban blandas y empapadas. Mecánicamente me rasqué los ojos y al abrirlos vi el cuarto alumbrado. La silla y el restirador y las manzanas estaban anegadas de color. Eso ayudó un poco. Me senté en la cama y noté que el piso estaba cubierto de pestañas, no obstante todavía me quedaban algunas ahí pegadas alrededor de los ojos. Estaba de perezoso y no me venía en gana hacer nada así que me mantuve sentado, quieto por un buen rato hasta que se me entumió el cuello y entonces pensé “no hay una sola cosa que hagamos y que no nos desgaste”. Y verdaderamente me sentía desgastado. Era un proceso de deterioro que había comenzado desde que nací y que no pararía hasta acabar conmigo. Ya ni tenía fuerzas para sostener mis pestañas. Luego se me caerían las pecas y luego un pie (la mente se me había caído hacía tiempo). Me sentía incompleto, me estaba desmoronando, me iba.
Hasta la puta madre de tanto pesimismo-realismo y con una resolución sin precedentes metí los pies en los tenis, salté de la cama e hice temblar las pestañas, crucé el cuarto, salí al pasillo no sin antes cerrar de un portazo y con paso seguro me metí entre las personas que deambulaban por la acera. Caminé un rato sobre Eduardo Molina, rodeado por cabecitas y cabezotas. Los pies me punzaban y detuve mi marcha, algo andaba mal. Volteé hacia abajo y noté que me había puesto los tenis al revés. Me sentía como un gran idiota y supongo que varios transeúntes coincidían conmigo. Caminé forzándome a ignorar las miradas burlonas y me metí en el Pulmex. Pedí una jarra de dos litros y la liquidé sin contemplaciones. Pulque blanco y baboso, agrio, rico. Casi había olvidado los tenis que me herían, pero los dejé al revés convencido de que ninguna ampolla era peor que el presidente. Una orquesta tocaba música en vivo. Tocaba banda y los borrachitos bailaban pegados a las borrachitas. Yo andaba un poco pedo para ese entonces, bueno, todos ahí andábamos pedos, al menos un poco. Pedí una jarra de curado de piñón y esta vez lo bebí sin prisa, paladeando esa secreta mezcla agridulce que si no la conoces no sé que esperas para hacerlo. Estimulado por el alcohol, el cuadro se me presentaba confortante ya que había elegido una de las últimas mesas situadas hasta el fondo, desde donde podía apreciar el local en su totalidad. Pulmex es una pulcata contrastante: generalmente hay familias numerosas, con niños y toda la cosa, celebrando el cumpleaños número sesenta y cuatro de la abuela, apagando las velas de un pastel y sirviendo vasos desde una cubeta llena de curado; y simultáneamente un viejo borracho vomita el piso del baño de caballeros, unos novios jóvenes discuten qué hacer ante su segundo embarazo no deseado, todas las parejas que bailan sobre el mosaico verde se besan y acarician desaforadamente y unos cuantos pobres lobos solitarios como yo beben en silencio mientras las horas pasan.
Y en efecto, las horas pasaban y yo no sé cuánto pulque había consumido hasta que eché un vistazo a la jarra casi vacía y descubrí una bola de pestañas flotando sobre el líquido viscoso. Me asqueé ante la idea de haberme comido mis pestañas, o peor aún las del gordo hijoputa que llenaba las jarras. Estaba encabronado, tenía que averiguar la verdad, pero ¿dónde habían quedado todos los jodidos espejos? Me levanté vacilante y caminé hacia el baño bordeando la zona improvisada como pista de baile. Crucé la cortina que hacía de puerta. De pronto me sentí desorientado, no me encontraba precisamente en el baño, todo estaba oscuro. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra caí en cuenta de que me había confundido de puerta. Había salido del Pulmex y nadie me había detenido para cobrarme la cuenta. Al fin un poco de suerte. No sé cómo le hubiera hecho para escabullirme pues casi no llevaba dinero y había chupado como un globo desinflado. Decidí no madrearme al gordo sucio de las jarras y en vez de eso me alejé de la pulcata. Apenas doblé la esquina me recargué en la pared para acomodar los tenis en su lugar. Caminé por la avenida para refrescarme un poco. Se me bajó un poco la peda pero en cambio me entraron ganas de cagar. Una voz femenina que me llamaba desde atrás me hizo detener. Era una señora de cuarenta años, creo, con un vestido negro y viejo de escote gigante. Casi se le salían los senos. Se había teñido el pelo de rubio y maquillado en exceso. También estaba borracha.
–Buenas noches señorito –me dijo.
–Buenas noches.
–Llevas prisa, cariño. ¿A dónde vas que te he estado gritando desde hace horas?
–No lo sé, creo que a ningún lado.
–¿Qué te parece esto? –me dijo, arrimándoseme; sus senos estaban a punto de escapar del escote–: vamos a mi casa, no está lejos y no cobro caro. Estoy segura que en tu vida te han cogido como yo lo haré.
–A decir verdad –me excusé– creo que lo que ahora deseo es cagar. El pulque está acabando con mis tripas y no sé cuánto pueda aguantar.
–No eres precisamente un caballero.
–En lo absoluto.
–Tampoco eres muy listo, querido. Si tanto deseas cagar ¿por qué no vuelves al Pulmex y después nos vamos a disfrutar?
–Digamos que no sería bien recibido. Tengo cuentas pendientes.
–Qué extraño, te veías tan tranquilo ahí dentro –me dijo y entonces recordé su cara. La había visto bebiendo en la barra–. Por cierto ¿por qué tienes tan pocas pestañas?
No respondí. Sólo me concentraba en mis intestinos.
–Muy bien –continuó–, en mi casa podrás cagar a gusto, y te repito, no vivo lejos ni cobro caro. Creo que no tienes opción.
–Está bien, pero apurémonos –le dije, convencido de que después de cagar podría evadir la al parecer obligatoria sesión de sexo duro. Caminamos hacia la parada de Eduardo Molina y 5 de Mayo. Ella vivía a siete minutos de ahí, según me dijo.
Llegó el microbús. Tres chamacos con pinta de asesinos subieron antes de nosotros. Dos de ellos se quedaron adelante como juntando el dinero que tenían que pagar y el otro se fue a sentar al fondo. Mientras, nosotros pagamos y nos sentamos en un par de asientos libres. Había un señor muy arrugado fumando junto a nosotros, y enfrente estaba tumbado un gordo con la camisa abierta más borracho que los dos juntos. Ella subió una de sus gruesas piernas sobre las mías y se le salió un seno. Se disponía a besarme cuando súbitamente reparé en la situación en la que nos habíamos metido, al tiempo que el chamaco más grande, el que se había ido al fondo, gritaba:
– ¡Ora sí putos, cooperen y saquen las carteras!
–Avanza, culero, ¡avanza normal y no hagas más paradas! –le gritó uno de los de adelante al chofer.
– ¡Rápido bola de pendejos, no nos queremos poner violentos! –rugió el que parecía más joven y le dio un puñetazo en el pecho al hombre del cigarro. El cigarro salió volando y echó chispas al chocar contra el suelo.
El más grande se quedó cuidando la puerta trasera. El más chico sacó un costal e insultando a los pasajeros iba arrancando carteras, el muy hijo de puta estaba loco. El otro chamaco vació en una bolsa plástica las monedas del chofer y se quedó atento en la puerta de enfrente. Mi señora puta estaba aterrada, me apretaba con violencia. Cuando el pinche niño loco le vio el seno que escurría desde el escote puso una cara de lujuria que nadie hubiera imaginado de un crío. De repente, el gordo borracho que había visto la escena sin moverse, en un instante se levantó y con su gran masa alcohólica tlaqueó al hijoputa-loco-lujurioso, quien saboreaba el manjar con los ojos y no pudo hacer nada al respecto. Fue a dar contra el piso. El chofer, que apenas acababa de arrancar, frenó de golpe y los dos chamacos que seguían parados en las puertas, confundidos, saltaron del microbús y se perdieron entre las callejuelas oscuras. El gordo borracho comenzó a patear a su víctima con violencia.
–¡¡¡¿No que muy cabrón pinche enano?!!! –le increpaba, y al abrir la boca llenaba el microbús con su tufo de mezcal.
El niño loco sólo alcanzaba a cubrir su cara con ambos brazos y a suplicar que parase. Ya había empezado a sangrar y varias gotas rojas salpicaron mis tenis. Lejos de que alguien detuviera al gordo borracho, los pasajeros se le unieron y todos comenzaron a patearlo. Algunos le escupían. El señor del cigarro encendió un nuevo pitillo y con la punta ardiente le quemó el cuello y las manos en venganza. Hasta mi compañera se olvidó de mí y con el seno de fuera fue a darle de pisotones. Lo estaban liquidando. Ya también se acercaba el chofer dispuesto a cobrar el dinero que se habían llevado los otros dos.
Decidí no ver el resto. Bajé del microbús que estaba estacionado en la mitad de la calle y regresé a la parada. Un par de patrullas se acercaban emitiendo esos horribles destellos azules y rojos. Los policías acabarían con el disturbio para posteriormente darle ellos mismos una paliza al joven delincuente. Recordé que tenía ganas de cagar pero encontré inconveniente el hacerlo en la calle ahora que rondaban las patrullas. No quería que también me pararan una madriza a mí. Sin embargo la situación no era tan preocupante, ya que, recordé, no vivía tan lejos de ahí. Lo había olvidado con la presencia y proposiciones de aquella mujer. Simplemente tenía que rodear la calle donde estaba el Pulmex y volver sobre mis pasos. Apretando el culo llegué a los departamentos y apenas conseguí levantar la tapa. Un chorro de mierda líquida salió disparado contra la taza y el respaldo del escusado. Fue un alivio. Me limpié el culo y admiré mi creación. Era bella, pero dudo que alguien pudiera apreciarlo. Limpié el escusado con cuadritos de papel de baño, los eché a la taza y le jalé. Me lavé las manos y me disponía a entrar al dormitorio cuando me detuve presa de una duda. Todavía me quedé un rato inmóvil. Después, resignado, regresé al lavabo y miré mi cara en el espejo. Ni una pestaña, como lo temía. Me metí en la cama un poco consternado. No sabía qué era peor: si quedarme calvo de los ojos o el hecho de no poder regresar a Pulmex hasta que consiguiera algo de dinero para pagar la deuda. Necesariamente tenía que encontrar una solución.