viernes, enero 18, 2008

Reseña de Educar a los topos de Guillermo Fadanelli




Hablar de Fadanelli es, quizá desafortunadamente, remitirse a los clichés. Como bien se sabe, él es prácticamente un escritor de culto para muchos. Una especie de Bukowski mexicano. Es el escritor despreocupado, excéntrico. Borracho. Y si nos remitimos a sus entrevistas, a sus artículos, nos damos cuenta de que la estética de la autodestrucción y el nihilismo es algo que para Fadanelli representa también una ética. "Cada vez que un hombre escoge la mediocridad, -dijo en una entrevista del 2004-, el universo suspira de alivio".
Sobre su obra, es un lugar común decir que gira en torno a la nada y al vacío. Que no aspira a nada, porque en sus libros la existencia carece de sentido, al igual que la sociedad. Es común decir que son libros amodorrados, desganados. Pero me gustaría remitirme a un fragmento de Educar a los topos (Anagrama, 2006) en el que el narrador dice algo que bien podría decirse también sobre la obra de este escritor: “No propiamente desgano, más bien ira contenida, resignación que no terminaba de manifestarse.”
En este libro, una estupenda novela de crecimiento, la complacencia de Guillermo, personaje principal y probable trasunto, y su aceptación de un mundo ruinoso, no se da por debilidad, ni por una resignación que resulte sencilla. Resulta que hay un poco de cobardía, pero una cobardía sin la cual - y esto se va a escuchar espantoso- sería imposible (sobre)vivir en el Distrito Federal. Desde la voz de un adulto que recuenta la historia de los difíciles años entre la infancia y la adolescencia, que en la novela equivalen a la corrupción moral, el narrador nos va reconstruyendo la ciudad de México de los finales de los años setenta y quizá principios de los ochenta. La urbe, personaje de la novela, se dibuja con un lenguaje preciso y armonioso, y carente se recubrimientos artificiales. Estamos ante una prosa que parece ser cruda pero que nos dibuja justamente con eso una ciudad de México gris, opaca, anodina. Y el narrador, cuyo padre ha decidido mandarlo a una escuela militar, es el canal que aprovecha el autor para explicitar el sinsentido: los militares con sus órdenes estúpidas, sus reglamentos inútiles, su fuerza bruta que reniega toda razón en pos de la disciplina. Toda esa violencia latente, implícita, que amenaza la vida y avanza hacia algo que parece peor y peor. Pero esto no significa que el personaje no se dé cuenta de lo que pasa: el que soporte la estupidez, no significa que no se dé cuenta de ella, de que no le parezca aberrante. Y en ese sentido, se le podrá tachar a Fadanelli se nihilista, mas no de amoral. Porque nos hace formularnos la pregunta: ¿qué es vivir en la ciudad de México sino aprender a tolerar la injusticia?

Para el personaje/narrador, incluso la condición de resignación es vivida con intensidad. Porque al no haber posibilidades – por miedo, por causas materiales, por ambas- de rebelión o cambio, lo más que puede hacer es resistir desde la moral, y crear, en la soledad y la lejanía, un espacio en el que se puede decir “esto no está bien”, a pesar de que uno se vea obligado a continuar destruyéndose.
Es esta condición dolorosa la que marca a los personajes de Fadanelli: su imposibilidad de alejarse de las determinaciones sociales, que sin embargo ellos interiorizan y hacen parte de sus vidas. Y por eso creo que leerlo vale la pena.


Reseña de Herbert Von Decomposer

domingo, noviembre 18, 2007

Iba

Iba


por Amy Hempel




Hoy por la mañana descubrí una errata en el menú del hospital. Lo que quieren decir, me parece, es que el guiso que van a servir por la noche irá acompañado de espaguetis a la putanesca. Pero lo que está escrito aquí, en la bandeja del desayuno, es que el guiso irá acompañado con espaguetis a la amputanesca.
Ésta no es una palabra que de gusto leer después de que tu auto se volteó dos veces a cien por hora, y luego cayó en una zanja.
No perdí el control en una parte de la carretera conocida como el Callejón de la sangre o la Curva de los paramédicos, sino que lo perdí en un camino plano y seco, sin ningún otro auto a mi alrededor. La razón es la siguiente: en el desierto, me gusta manejar mirando a través de unos binoculares. Lo que me gusta de hacerlo es que las cosas son dos a la vez. Las cosas están lejos y cerca, y tú sigues en el mismo sitio.
En la zanja, las cosas también ocurrieron de dos modos a la vez. El aire estaba increíblemente caliente, y mi piel estaba increíblemente fría.
–Hijo, me dijo el doctor, no deberías seguir vivo.
El impacto me borró dos días de la cabeza, pero lo único que puedes ver es la cortada en mi quijada. Mi carro es declarado pérdida total, y a cambio recibo veinte puntadas que impiden que me rasure.
Qué bueno que esto haya sido lo único que ocurrió, pienso. Este hospital y esta clínica no son precisamente hospitales de primera. Los utensilios no vienen de un botiquín de primeros auxilios, sino de una caja de herramientas. Las paredes de la recamara no están pintadas de beige rosa, ni de un verde brillante. Los muros son del color de un chocolate viejo cuyas orillas se destiñen.
Y luego está el olor a gusanos.
Aunque es posible que esté equivocado al respecto.
Soy propenso a las alucinaciones olfativas. En el momento en que la casa de mis padres se estaba quemando, pude oler el humo a tres estados de distancia.
Ahora puedo oler gusanos.
El doctor me quiere mantener bajo observación porque me pegué en la cabeza. Así que perderé unos días de clases. No tengo problema con ello. Creo que el 99 por ciento de lo que uno hace se puede posponer. De hecho, el accidente fue una experiencia de aprendizaje.
¿No lo sabías también? Que el dolor enseña.
Una de las enfermeras es lo que le sigue. Estaba agachada sobre mi cama, extrayendo pedacitos de vidrio templado de mi cabellera. –¿Qué aprendemos de esto?, me preguntó.
Fue como la clase que tuve en la escuela en la que el profesor habló acerca de Darse cuenta. El ejemplo que dio (el muy mentiroso dijo que fue cierto), fue una vez en la que, tomando jugo de naranja, se dio cuenta de que un día estaría muerto. Se preguntaba si nosotros, sus estudiantes, nos habíamos dado cuenta de cosas similares.
Me pregunté si acaso estaría bromeando.
Una vez canjeé mi cheque quincenal y me di cuenta que no alcanzaba.
Una vez me intoxiqué y me di cuenta que estaba atrapado dentro de mi cuerpo.


Lo que me interesa ahora es la cosa de la memoria. ¿Por qué dos días? ¿Por qué dos días? Lo último recuerdo es que no me pidieron identificación en un bar en el que no había más de un par de tipos, cerca de los salares de Bonneville. El cantinero me sirvió un tequila y dejó la botella fuera. Me preguntó a dónde iba, y le dije que sólo iba. Me mostró cómo poniéndole una gota de tequila en la cola, el escorpión se pica hasta morir.
¿Qué pasó después?
Quizá esos días regresen y quizá no lo hagan. Mientras tanto, qué les parece esto: ni siquiera recuerdo todo lo que olvidé.
Aunque sí recuerdo el accidente. Recuerdo que fue como los binoculares. Ya sabes, ¿en dos direcciones? Fue lento y fue rápido. Fue ambas.



El estofado no estuvo tan mal. Me comí hasta el último pedazo. Me terminé los vegetales verdes y también los rojos y los anaranjados.
Ahora me encuentro esperando a la enfermera nocturna. Viene a tomarme la presión a esta hora. Podría decirse que es el momento culminante de mi día. Esto se debe a que, en comparación a esta enfermera, las demás mujeres del mundo parecen transexuales. Desafortunadamente, ella está enamorada del Señor.
Pero esta enfermera, vaya que sabe jugar. Cuando no puedo dormir, ella viene con el directorio telefónico, se sienta junto a mi cama y buscamos nombres graciosos. Calíope Ziss y Maurice Panqué viven en esta comunidad.
Me gusta tener una mujer en mi cuarto, por la noche.
La enfermera nocturna despide un olor a vela navideña.
Después de que se va del cuarto, y por un lapso corto de tiempo, la recámara se siente como si ella estuviera aquí. No lo está, pero su idea sí.
No es igual, pero me pone a pensar en la noche en que murió mi madre. A tres estados de distancia, el olor en mi recámara era el del maquillaje de su rostro cuando me dio un beso de buenas noches, la noche en que no estaba ahí.



Traducción del de-compuesto

sábado, noviembre 17, 2007

El hombre en Bogotá

El hombre en Bogotá

por Amy Hempel


La policía y los servicios de emergencia no logran el más mínimo impacto. La voz suplicante del cónyuge no tiene el efecto deseado. La mujer se mantiene parada al filo del abismo. Aunque no por mucho tiempo, amenaza.
Tengo la ocurrencia de que soy yo quien debe convencerla de bajar. Lo veo, y sucede así. Le cuento a la mujer la historia de un hombre en Bogotá. Era un hombre acaudalado, un industrial a quien secuestraron para luego cobrar un rescate. No fue como lo retratan en las series de televisión: su esposa no pudo simplemente llamar al banco y, al cabo de veinticuatro horas, tener listo el millón de dólares. Tardó meses. El hombre tenía una afección cardiaca, y los secuestradores tuvieron que mantenerlo vivo.
Escúchame, le digo a la mujer que está parada al filo del abismo. Sus captores le hicieron dejar de fumar. Cambiaron su dieta y lo pusieron a hacer ejercicio todos los días. Y lo mantuvieron así durante tres meses.
Una vez pagado el rescate y tras ser liberado, su doctor lo examinó. Encontró al hombre en excelentes condiciones de salud. Le repito a la mujer lo que el doctor dijo en ese momento. Que el secuestro fue la mejor cosa que le pudo haber ocurrido al hombre.

* * *

Tal vez ésta no sea una de esas historias hechas para que te arrepientas de saltar. Pero la cuento con la esperanza de que la mujer que está al filo del abismo se plantee una pregunta, la misma que se planteó el hombre en Bogotá. Que cómo sabemos que lo que nos pasa no es bueno.


Traducido por el De-compuesto

martes, julio 03, 2007

Fallo y absolución




Esto sucedió hace muchos años y es probable que mi memoria me traicione al momento de contarlo. Soy una persona distraída, hay que tenerlo bien presente, pero acaba de suceder un hecho sin precedentes que me llevó de vuelta hasta aquel incidente. Fue como si alguien hubiera activado el botón de rewind, y de pronto me vi en medio de una tormenta carnal que podía devenir en golpes, sí, ahí estaba yo, tratando de serenar al hercúleo cuerpo de mi tío Paco y viendo como la familia comenzaba a desenterrar rencores hasta el agrietamiento irremediable. Habrá sido durante alguna fecha especial. Especial para la sociedad, digo, porque a mi siempre me han tenido sin cuidado todas esas conmemoraciones que funcionan más como tapaderas del contrato social que como otra cosa. La familia no acostumbraba verse ni hablar durante los intersticios entre fecha y fecha. Simplemente aguardaba hasta que llegaba el día esperado y, como parte de una rutina institucional, nos reuníamos en casa de los abuelos para comer y festejar algún motivo enterrado en los pozos de la historia. Una fecha especial. Que el aniversario de la Independencia, que el día del padre, que el de la madre, que la Navidad o cierto cumpleaños. Para efectos prácticos viene a dar lo mismo, así que acabo de decidir que mi relato sucedió algún día de mediados de junio, durante uno de esos domingos dedicados a los buenos de nuestros progenitores. Confío en que esta situación no será motivo para que el lector sospeche de la veracidad de mis palabras. Elegir un día arbitrario simplemente tiene la función de dotar de un contexto al hecho principal que es el que nos interesa y que es el siguiente.

Aquel día del padre transcurría como cualquier día del padre. O al menos como cualquier día del padre a la manera de los Nava. Amontonados en la veterana casa de Miguel Ángel de Quevedo, mi abuelo era la estrella ese domingo. No sé bien cuando fue que comenzó la transmutación del patriarcado como eje vertebral de las relaciones intrafamiliares, pero me obligo a creer que fue mucho antes de que naciera mi bisabuelo paterno, pues el árbol genealógico indicaba que los Nava tuvieron una prodigiosa carrera militar. Todos y cada uno de los varones habían sido gallardos personajes en la guardia porfiriana, algunos hasta habían servido al lado de distinguidos diputados y, por supuesto, habían sabido someter a sus mujeres con meticulosa gentileza. El pasado de mis antecesoras es tan difuso como sus fotografías decoloradas que cuelgan en las paredes de Quevedo. La cosa cambió con la generación de mi padre y sus hermanos, quienes, si bien fueron criados bajo la estricta mano de mi abuelo, también vivieron tiempos históricos más saludables. En conjunto con la revuelta sesentera (o tal vez desde un puesto más neutral) lograron derribar muros que antaño eran impenetrables. Finalmente la realidad había rebasado a los fantasmas y si todavía las fiestas familiares se celebraban con la figura protagónica del macho, era más como residuo de alguna mortecina tradición que como mera sumisión jerárquica. La que sí se conservó intacta, para que vean, fue la sempiterna costumbre de convivir entre copas y carcajadas etílicas. Mi abuelo ya estaba notablemente ebrio cuando llegué a la casa, y nada más besarle la mejilla, un filoso tufo a destilerías me hirió justo en los ojos. Su tremenda sonrisa indicaba que aquella tarde estaba destinada desde tiempos innombrables para él solo. Creo que es una actitud sintomática siempre que se mezcla protagonismo con alcohol. Los resultados no siempre son los mejores. Pero esperen, todavía hay un factor que resta añadir. Recuerdo que el mismo día se disputaba un evento que captó la mirada de todos los medios: uno de esos partidos de capital importancia para la selección de fútbol. El rival, algún equipo caribeño. Habrá sido la Copa de Oro o la Copa América, pues me resulta imposible imaginar a ninguna selección isleña compitiendo en el mundial. Para ser sinceros tampoco entiendo cómo México clasifica a tantos torneos con jugadores tan mediocres. Pero así de contradictorio es el mundo y creo que media ciudad estaba paralizada por ver el encuentro y cifraba sus esperanzas en una victoria imperiosa.

Tal vez hayan sido testigos de la fiebre pambolera de los mexicanos. Pobrecitos de nosotros, allanados vilmente pero siempre dispuestos a presumir la pertenencia nacional (y siempre de la manera menos indicada.) Yo por esas fechas era escéptico de toda la programación televisiva, aunque también tenía curiosidad por la manera en que las personas se alienan voluntariamente. De tal forma que, sin más rodeos, me senté en algún rincón del comedor y con creciente interés analicé a mis semejantes durante casi 90 minutos. Las exclamaciones variaban dentro de un rango evidente, desde la reprobación desinteresada hasta las maldiciones y mentadas de madre. Mi abuelo era el más acalorado de todos. Cada vez que un jugador azteca (no me dejan de sorprender las metáforas de los brillantes comentaristas) cometía algún error comprometedor, mi abuelo saltaba de su trono y ofendía al susodicho, vociferaba contra el árbitro vendido y hasta ultrajaba la integridad de la madre del director técnico. Algunas tías se ocupaban de darle cuerda al festejado y mi abuelita, inocente, se esmeraba en seguir pendiente del marcador y de servirle cubas libres, mientras que mis primas se reían con jovialidad cuando la cámara enfocaba el culo macizo de los jugadores. Yo estaba fascinado por menudo circo. Por un momento hasta pensé ver partidos de fútbol con más frecuencia. Cuánta fatalidad, cuántas impresiones. México tenía dos hombres de ventaja sobre el adversario y el marcador no variaba de un insípido cero a cero. La angustia se podía sentir en la mirada de la familia, temían que el partido se extendiera hasta tiempos complementarios y yo estaba emocionado por la simple idea de que la diversión podía continuar. No llegamos a ver el final, sin embargo.

A todos nos sorprendió el aullido de mi tío Paco. Llevaba un par de minutos forcejeando con unos cajones que no abrían y comenzaba a irritarse pero no le prestamos mucha atención, pues es común que mi tío se irrite. Bueno, viendo las cosas en retrospectiva, creo que nunca lo he visto tan irritado como aquella tarde. ¡Ya me chingaron la cámara!, exclamó furibundo, al tiempo que soltaba una reverenda patada contra el escritorio de la computadora que casi parte en dos. La narración del partido se opacó pasando a segundo plano. Luego vino el caos. Creo que fue mi tía Lourdes la primera en levantarse – ella siempre ha sido tranquila y todavía permanece enquistada la sorpresa que me causó su repentino ataque de histeria –, entonces comenzó a chillar que esto no podía seguir así, que ya era el colmo, que mi abuelo tenía que tomar cartas en el asunto y, luego, comenzó a mencionar culpables. Yo no estaba al tanto, pero al parecer había un ladrón en la familia y muchos eran los casos en que habían desaparecido objetos de valor. En cuanto brotaron nombres concretos, la defensa de los acusados fue inmediata. Mi prima Gaby, encubierta por su madre, era la principal sospechosa y casi llorando planteó que muchos desconocidos entraban a la casa como para no dudar de ellos. Lourdes se abalanzó sobre mi prima para examinar si sus ojos mentían o decían la verdad. El padre de Gaby, Jonás, no iba a permitir que la lastimaran y con brusquedad sujetó a su hermana de los brazos. Mi tío Paco salió disparado contra Jonás, pero los demás actuamos rápido y luchamos por enfriar la situación. Entre cuatro primos logramos someter al hinchado tío Paco y mi padre ya había separado a Lourdes de Jonás. Gaby estaba en el piso, había resbalado durante el embate, y mi abuela lloraba inconsolable. Lo más sensato era que Jonás se retirara con su familia pues, aún alejada por una benévola distancia, Lourdes continuaba amenazando a Gaby con que su carrera delictiva la podía conducir a la cárcel. Jonás levantó a su hija y atravesaron la puerta. Todavía la madre de Gaby alcanzó a maldecir contra el honor de la familia y a desearnos un excelente día.

El ambiente se antojaba tenso. Una bandeja de cacahuates se había volcado y el piso parecía ser el reflejo de nuestras mentes turbadas. Mi tía Lourdes, encendida todavía, enumeró los objetos que había extraviado y las razones para desconfiar de Gaby. A mi abuelo no se le había bajado la melopea y se lamentó de lo sucedido y se quejó de que siempre había problemas en los días que se le festejaba. Yo me mantuve imparcial. Como lo expresé anteriormente, nunca se me informó de los robos precedentes, así que no tuve otra opción que mantenerme callado. La situación me incomodaba, pero tampoco tenía motivos para desconfiar de mi prima. En silencio, comencé a imaginar historias alternas del caso y apuntar presuntos culpables. Tal vez la misma Lourdes había aprovechado el incidente para acusar a mi prima. Su explosión de rabia fue evidente, pero también se le notaba excesivamente nerviosa y su insistencia detectivesca rayaba lo exagerado. O quizá el tío Ramón que no fue a celebrar a mi abuelo sabía que esto pasaría, se habrá excusado con algún contratiempo y elegantemente burlado el juicio antes de que se convocara. En última instancia, hasta mi tío Paco podría haber fingido el robo de su propia cámara y así pasarle la papa caliente a alguien más. De mi padre nunca sospeché, ya que rara vez visitaba a sus hermanos, pero hubiera sido interesante que, aprovechado su misma condición de inocencia, decidiera dar el gran golpe.

Las cosas no cambiaron tanto como hubiera imaginado después de tan lamentable incidente. Claro que mi tío Jonás abrevió sus de por sí esporádicas visitas a la familia, pero las fechas especiales seguían siendo motivo de congregación. Sencillamente se limitaba a sentarse a la mesa y guardar silencio hasta la hora de comer. Por otra parte, los robos sistemáticos llegaron a su fin y, durante la víspera de Navidad, incluso apareció misteriosamente un celular que tres años antes había perdido el hijo mayor de mi tía Lourdes. Hasta donde sé, fue el único objeto recuperado. Nunca se probó la inocencia ni la culpabilidad de Gaby y el tema fue archivado en los anales de los Nava. Lógicamente ella no iba a olvidar que, pese a todo, había sido directamente incriminada. Un día platicamos a solas y ella me juró que, salvo un poco de dinero que había robado a su hermana, nunca había arrebatado nada a la familia. Le creí. Y bueno, ahora que conocen los detalles de la historia, me siento más tranquilo. No es que estuviera buscando una manera de redimir mi conciencia, pero siempre es bueno desahogarse. Porque el hecho que detonó mis recuerdos y me instó a contarles toda esta historia fue que justo ayer encontré la cámara de mi tío Paco dentro de una caja archivada en mi armario.

viernes, junio 01, 2007

Dos poemas urbanos


Aquí

Sucede algo aquí
donde no sucede nada
pues las calles
se reinventan
y cada día que pasa
es el mismo
(pero diferente)

Sucede algo aquí
donde la gente avanza
sin dejar huella
donde la gente observa
para olvidarlo
(si acaso para evitar
tropezarse)

Suceda algo aquí
en esta esquina
de instantes tan puros
de tantos ires y venires
(inconclusos)
de tantos
puntos de fuga
(intersectos,
subterráneos,
pero aparentes)

Es algo que va
más allá de una mirada
o el rugido de una motocicleta
Trasciende
los colores del agua sucia
Flota por encima
del aroma ralo y dulce
de la ciudad

Sucede algo aquí
en esta ciudad
y en estas esquinas
en las que no pasa nada
y en las que sucede todo.
Y es realmente
lo más cercano a la belleza
que existe.

--




Los pasajeros


Los pasajeros esperan la estación
en la que habrán de bajar
con la misma indiferencia con la que esperan
sus muertes.

Los ojos cansados y las miradas perdidas
en algún pensamiento que no resuelve nada
se ven interrumpidos
por una niña que pide monedas
y les tira papelitos con palabras .

(Dicen: “Estamos cantando para juntar
dinero y comer”)

Pero nadie le da nada
y los papelitos que han caído en los libros
los pantalones
los brazos
y se mantienen
inmóviles
sobre los pasajeros
aburridos e indiferentes
que no articulan una sola palabra
que procuran no tener gestos
ni emociones
ni monedas.
Pues van todos muy ocupados
muriendo lentamente
muriendo inmóviles apachurrados y pacientes
hasta que se levantan y se van
salen por las puertas que se han abierto por unos segundos
por las que escurren como granos de arena en un reloj
para morir en algún otro lado.