martes, julio 03, 2007

Fallo y absolución




Esto sucedió hace muchos años y es probable que mi memoria me traicione al momento de contarlo. Soy una persona distraída, hay que tenerlo bien presente, pero acaba de suceder un hecho sin precedentes que me llevó de vuelta hasta aquel incidente. Fue como si alguien hubiera activado el botón de rewind, y de pronto me vi en medio de una tormenta carnal que podía devenir en golpes, sí, ahí estaba yo, tratando de serenar al hercúleo cuerpo de mi tío Paco y viendo como la familia comenzaba a desenterrar rencores hasta el agrietamiento irremediable. Habrá sido durante alguna fecha especial. Especial para la sociedad, digo, porque a mi siempre me han tenido sin cuidado todas esas conmemoraciones que funcionan más como tapaderas del contrato social que como otra cosa. La familia no acostumbraba verse ni hablar durante los intersticios entre fecha y fecha. Simplemente aguardaba hasta que llegaba el día esperado y, como parte de una rutina institucional, nos reuníamos en casa de los abuelos para comer y festejar algún motivo enterrado en los pozos de la historia. Una fecha especial. Que el aniversario de la Independencia, que el día del padre, que el de la madre, que la Navidad o cierto cumpleaños. Para efectos prácticos viene a dar lo mismo, así que acabo de decidir que mi relato sucedió algún día de mediados de junio, durante uno de esos domingos dedicados a los buenos de nuestros progenitores. Confío en que esta situación no será motivo para que el lector sospeche de la veracidad de mis palabras. Elegir un día arbitrario simplemente tiene la función de dotar de un contexto al hecho principal que es el que nos interesa y que es el siguiente.

Aquel día del padre transcurría como cualquier día del padre. O al menos como cualquier día del padre a la manera de los Nava. Amontonados en la veterana casa de Miguel Ángel de Quevedo, mi abuelo era la estrella ese domingo. No sé bien cuando fue que comenzó la transmutación del patriarcado como eje vertebral de las relaciones intrafamiliares, pero me obligo a creer que fue mucho antes de que naciera mi bisabuelo paterno, pues el árbol genealógico indicaba que los Nava tuvieron una prodigiosa carrera militar. Todos y cada uno de los varones habían sido gallardos personajes en la guardia porfiriana, algunos hasta habían servido al lado de distinguidos diputados y, por supuesto, habían sabido someter a sus mujeres con meticulosa gentileza. El pasado de mis antecesoras es tan difuso como sus fotografías decoloradas que cuelgan en las paredes de Quevedo. La cosa cambió con la generación de mi padre y sus hermanos, quienes, si bien fueron criados bajo la estricta mano de mi abuelo, también vivieron tiempos históricos más saludables. En conjunto con la revuelta sesentera (o tal vez desde un puesto más neutral) lograron derribar muros que antaño eran impenetrables. Finalmente la realidad había rebasado a los fantasmas y si todavía las fiestas familiares se celebraban con la figura protagónica del macho, era más como residuo de alguna mortecina tradición que como mera sumisión jerárquica. La que sí se conservó intacta, para que vean, fue la sempiterna costumbre de convivir entre copas y carcajadas etílicas. Mi abuelo ya estaba notablemente ebrio cuando llegué a la casa, y nada más besarle la mejilla, un filoso tufo a destilerías me hirió justo en los ojos. Su tremenda sonrisa indicaba que aquella tarde estaba destinada desde tiempos innombrables para él solo. Creo que es una actitud sintomática siempre que se mezcla protagonismo con alcohol. Los resultados no siempre son los mejores. Pero esperen, todavía hay un factor que resta añadir. Recuerdo que el mismo día se disputaba un evento que captó la mirada de todos los medios: uno de esos partidos de capital importancia para la selección de fútbol. El rival, algún equipo caribeño. Habrá sido la Copa de Oro o la Copa América, pues me resulta imposible imaginar a ninguna selección isleña compitiendo en el mundial. Para ser sinceros tampoco entiendo cómo México clasifica a tantos torneos con jugadores tan mediocres. Pero así de contradictorio es el mundo y creo que media ciudad estaba paralizada por ver el encuentro y cifraba sus esperanzas en una victoria imperiosa.

Tal vez hayan sido testigos de la fiebre pambolera de los mexicanos. Pobrecitos de nosotros, allanados vilmente pero siempre dispuestos a presumir la pertenencia nacional (y siempre de la manera menos indicada.) Yo por esas fechas era escéptico de toda la programación televisiva, aunque también tenía curiosidad por la manera en que las personas se alienan voluntariamente. De tal forma que, sin más rodeos, me senté en algún rincón del comedor y con creciente interés analicé a mis semejantes durante casi 90 minutos. Las exclamaciones variaban dentro de un rango evidente, desde la reprobación desinteresada hasta las maldiciones y mentadas de madre. Mi abuelo era el más acalorado de todos. Cada vez que un jugador azteca (no me dejan de sorprender las metáforas de los brillantes comentaristas) cometía algún error comprometedor, mi abuelo saltaba de su trono y ofendía al susodicho, vociferaba contra el árbitro vendido y hasta ultrajaba la integridad de la madre del director técnico. Algunas tías se ocupaban de darle cuerda al festejado y mi abuelita, inocente, se esmeraba en seguir pendiente del marcador y de servirle cubas libres, mientras que mis primas se reían con jovialidad cuando la cámara enfocaba el culo macizo de los jugadores. Yo estaba fascinado por menudo circo. Por un momento hasta pensé ver partidos de fútbol con más frecuencia. Cuánta fatalidad, cuántas impresiones. México tenía dos hombres de ventaja sobre el adversario y el marcador no variaba de un insípido cero a cero. La angustia se podía sentir en la mirada de la familia, temían que el partido se extendiera hasta tiempos complementarios y yo estaba emocionado por la simple idea de que la diversión podía continuar. No llegamos a ver el final, sin embargo.

A todos nos sorprendió el aullido de mi tío Paco. Llevaba un par de minutos forcejeando con unos cajones que no abrían y comenzaba a irritarse pero no le prestamos mucha atención, pues es común que mi tío se irrite. Bueno, viendo las cosas en retrospectiva, creo que nunca lo he visto tan irritado como aquella tarde. ¡Ya me chingaron la cámara!, exclamó furibundo, al tiempo que soltaba una reverenda patada contra el escritorio de la computadora que casi parte en dos. La narración del partido se opacó pasando a segundo plano. Luego vino el caos. Creo que fue mi tía Lourdes la primera en levantarse – ella siempre ha sido tranquila y todavía permanece enquistada la sorpresa que me causó su repentino ataque de histeria –, entonces comenzó a chillar que esto no podía seguir así, que ya era el colmo, que mi abuelo tenía que tomar cartas en el asunto y, luego, comenzó a mencionar culpables. Yo no estaba al tanto, pero al parecer había un ladrón en la familia y muchos eran los casos en que habían desaparecido objetos de valor. En cuanto brotaron nombres concretos, la defensa de los acusados fue inmediata. Mi prima Gaby, encubierta por su madre, era la principal sospechosa y casi llorando planteó que muchos desconocidos entraban a la casa como para no dudar de ellos. Lourdes se abalanzó sobre mi prima para examinar si sus ojos mentían o decían la verdad. El padre de Gaby, Jonás, no iba a permitir que la lastimaran y con brusquedad sujetó a su hermana de los brazos. Mi tío Paco salió disparado contra Jonás, pero los demás actuamos rápido y luchamos por enfriar la situación. Entre cuatro primos logramos someter al hinchado tío Paco y mi padre ya había separado a Lourdes de Jonás. Gaby estaba en el piso, había resbalado durante el embate, y mi abuela lloraba inconsolable. Lo más sensato era que Jonás se retirara con su familia pues, aún alejada por una benévola distancia, Lourdes continuaba amenazando a Gaby con que su carrera delictiva la podía conducir a la cárcel. Jonás levantó a su hija y atravesaron la puerta. Todavía la madre de Gaby alcanzó a maldecir contra el honor de la familia y a desearnos un excelente día.

El ambiente se antojaba tenso. Una bandeja de cacahuates se había volcado y el piso parecía ser el reflejo de nuestras mentes turbadas. Mi tía Lourdes, encendida todavía, enumeró los objetos que había extraviado y las razones para desconfiar de Gaby. A mi abuelo no se le había bajado la melopea y se lamentó de lo sucedido y se quejó de que siempre había problemas en los días que se le festejaba. Yo me mantuve imparcial. Como lo expresé anteriormente, nunca se me informó de los robos precedentes, así que no tuve otra opción que mantenerme callado. La situación me incomodaba, pero tampoco tenía motivos para desconfiar de mi prima. En silencio, comencé a imaginar historias alternas del caso y apuntar presuntos culpables. Tal vez la misma Lourdes había aprovechado el incidente para acusar a mi prima. Su explosión de rabia fue evidente, pero también se le notaba excesivamente nerviosa y su insistencia detectivesca rayaba lo exagerado. O quizá el tío Ramón que no fue a celebrar a mi abuelo sabía que esto pasaría, se habrá excusado con algún contratiempo y elegantemente burlado el juicio antes de que se convocara. En última instancia, hasta mi tío Paco podría haber fingido el robo de su propia cámara y así pasarle la papa caliente a alguien más. De mi padre nunca sospeché, ya que rara vez visitaba a sus hermanos, pero hubiera sido interesante que, aprovechado su misma condición de inocencia, decidiera dar el gran golpe.

Las cosas no cambiaron tanto como hubiera imaginado después de tan lamentable incidente. Claro que mi tío Jonás abrevió sus de por sí esporádicas visitas a la familia, pero las fechas especiales seguían siendo motivo de congregación. Sencillamente se limitaba a sentarse a la mesa y guardar silencio hasta la hora de comer. Por otra parte, los robos sistemáticos llegaron a su fin y, durante la víspera de Navidad, incluso apareció misteriosamente un celular que tres años antes había perdido el hijo mayor de mi tía Lourdes. Hasta donde sé, fue el único objeto recuperado. Nunca se probó la inocencia ni la culpabilidad de Gaby y el tema fue archivado en los anales de los Nava. Lógicamente ella no iba a olvidar que, pese a todo, había sido directamente incriminada. Un día platicamos a solas y ella me juró que, salvo un poco de dinero que había robado a su hermana, nunca había arrebatado nada a la familia. Le creí. Y bueno, ahora que conocen los detalles de la historia, me siento más tranquilo. No es que estuviera buscando una manera de redimir mi conciencia, pero siempre es bueno desahogarse. Porque el hecho que detonó mis recuerdos y me instó a contarles toda esta historia fue que justo ayer encontré la cámara de mi tío Paco dentro de una caja archivada en mi armario.