miércoles, mayo 16, 2007

Nada que perder



La mosca estaba acostumbrada al sabor de la caca pero nada como la cerveza. O sea, como buena mosca que era, siempre se sintió atraída por el perfume de una buena mierda callejera, oh sí, por esas exquisitas plastas ennegrecidas que arrojan los perros desde sus agujeros peludos, por esa señalética indiscutiblemente urbana, por esas minas indelebles de las vías públicas; pero el día que probó la cerveza, su vida dio un giro ostentoso. No hay que adelantarnos. La mosca era una mosca como las que tú conoces: negrita y gorda y se la pasaba saltando de mojón en mojón. Después se paraba a reposar encima de tu postre, depositaba sus huevecillos entre las hojas sacarificadas de chocolate y luego se iba a pasear por el barrio, empalagada e improductiva. Un parásito, como diría la gente educada, derrochando su tiempo en un vaivén apestoso, acumulando inmundicias entre sus vellosidades y asegurando la continuidad de su estirpe en el interior de organismos ajenos.

En realidad la mosca vivía feliz en la ciudad de México. Estaba segura que había encontrado un lugar fértil en inmundicias, un gigantesco relleno sanitario que se prolongaba indefinidamente a lo largo de avenidas, ejes, calzadas, callejones y, ciertamente, jamás había pasado hambre. Su exoesqueleto era rígido, radiante de proteínas, su dieta bastante equilibrada. Siempre se esmeraba en combinar adecuadamente los alimentos para no sufrir descompensaciones. Además, había aprendido a gozar de la comida; el simple acto de comer se había vuelto un placer estético. Encontraba la misma satisfacción en masticar un buen bocado de mierda cacahuatosa que en escuchar la Tannhäuser. Por supuesto, le encantaba dormir. La siesta era obligatoria después de darse un banquete y si éste había sido soberbio, así lo debía ser aquella. A veces recorría grandes distancias con tal de encontrar un lugar adecuado para descansar. Solía pecar de hedonista en eso de las comodidades, pero no podemos negar que dista mucho dormir en el piso helado que acurrucado entre maternales cobijas. La mosca, claro está, no necesitaba cobijas maternales, pero siempre se las arreglaba para encontrar alguna cortina de satén damasco o algo parecido. Mosca y todo, era refinada a la hora de seleccionar. La tarea se volvió sencilla en cuanto comprendió que el mundo era suyo, pues no reconocía el significado de la propiedad privada. Sabía que las personas son celosas de sus pertenencias, sí, y cuando salen de casa echan la llave, se sienten seguras entre seguros, pero no siempre cierran las ventanas. Estos diminutos espacios que las separan de los marcos bastaban para que la mosca se decidiera a violentar la intimidad de los demás, cosa que nunca le causó mayor remordimiento. Decía con permiso y se dirigía sedienta hacia el bote de basura más próximo.

Mosca nació y de extraordinaria adaptabilidad genética gozó. Las concentraciones metropolitanas habían parido tres especies que en definitiva sobrevivirían a las demás: las moscas, las cucarachas y las palomas. Nuestra mosca era un ejemplar perfecto de la modernidad, uno de esos bichos que tienen el culo de color metálico y que cuando vuelan se oye un zumbido como de astillero. En una ocasión un humano gordo y subnormal la quiso matar. Al parecer, no soportó el ruido de su poderoso aleteo y la atacó con un matamoscas. El gordo no sólo era gordo, sino lento, y falló en su patético ataque. La mosca entendió que los humanos son una especie que no sabe convivir con las demás y desde entonces desconfió de ellos. A veces le daba por suspenderse en el techo, alejada, y los analizaba. Los trataba de entender, los estudiaba minuciosamente. ¿Qué tienen de especial como para poder destruir cualquier cosa que les estorbe? Muchas veces las cuestiones más sencillas requieren de las explicaciones más obscenas. La mosca se bloqueaba. Su pequeño cerebro le impedía alcanzar conclusiones complejas y entonces los contemplaba con su andar bípedo y sus ridículas vestimentas y el mundo le parecía particularmente estúpido. Por más que se esmeraba en encontrar algo positivo en ellos, bastaba con mirarlos para desanimarse y tirar la toalla. Todo cambió cuando accidentalmente probó la cerveza. Por vez primera logró comprender a esa manada de changos lampiños que a duras penas podían soportar la conciencia de su propia conciencia y que habían logrado idear un artilugio embrutecedor para liberarse temporalmente de su miserable realidad.

Todo sucedió así: la mosca ya conocía los vasos. Sabía que los humanos los utilizan para verter diversos líquidos repugnantes y de vez en cuando agua simple. Mmmm, qué rica el agua, pero cuando mamaba refresco la atormentaba una sed terrible. ¿A qué idiota se le ocurrió inventar una bebida que no cure sino induzca la deshidratación? Un día vagaba cerca de una fonda y a través de sus ojos fragmentados divisó un vaso lleno de un líquido desconocido. Era color ámbar y se acordó de unos meados que había probado en la mañana. Como hacía un calor sofocante de esos típicos veranos de fin de siglo, decidió catear el brebaje aún con el efervescente recuerdo agridulce en el paladar. Se metió en el vaso, introdujo la trompa y succionó un poco. El sabor amargo la fascinó. Como la mosca era pequeña, se puso peda en seguida. No tuvo tiempo para percatarse que se alejaba de las paredes del vaso. El alcohol entraba por sus poros y poco a poco se hundía. También le entraron intensas ganas de mear y no supo qué era peor. Luego vio una mano gigantesca que se acercaba al vaso. Era el dueño de la cerveza. En vez de finiquitarla, con ayuda de una servilleta la rescató y la arrojó contra el piso grasiento y luego se bebió de un trago el resto de su chela. Ella, por instinto, se sintió amenazada y comenzó a volar dibujando zigzagueos etílicos. Chocó varias veces contra una manta de plástico y por poco y se cae en una michelada. Excitada, encontró un calendario antiguo de hacía dos años colgado sobre la pared y se quedó viendo el mundo dando vueltas alrededor suyo. Cuando se le bajó la peda, un sentimiento de haber hecho el ridículo inundó su cuerpo peludo. Luego se deprimió. Luego le entró tremendo sueño. Se fue volando en busca de cualquier cortina y antes de quedarse dormida entendió que había descubierto algo grande. Cuando se despertó todo estaba oscuro y no recordaba sus sueños ni la mitad del día anterior. Se había meado encima.

Comenzó a beber cerveza con más frecuencia. Las fondas color pistache y las cantinas malolientes eran sus lugares predilectos. Ahí la gente era diferente, estúpida, claro, pero menos engreída. Además no había un puto matamoscas a la vista. Los personajes que frecuentan esos sitios en busca de un trago están suficientemente desesperados como para aceptar convivir con las demás especies. En cierto sentido, ellos mismos pertenecen a las “demás especies”. La mosca había decidido darles una oportunidad, si bien es cierto que no era fácil verla con la misma lucidez de antes. Ya no les huía. Durante la que fue probablemente su peor peda, se puso a platicar con un anciano estropeado que siempre se escondía en un agujero oscuro y fumaba y nunca hablaba. Apestaba a calcetines rancios y su expresión denotaba tragedia y amargura. El anciano le contó sus desgracias, la mala vida que le dieron, y ella le planteó su dulce dependencia del alcohol. Acordaron secuestrar un camión expendedor de cerveza y beber lo más posible antes de ser capturados. Acordaron ésta y otras cien estupideces que, según ellos, los ayudarían a sobrellevar la puta vida de mierda que los mancillaba. Pasaban las horas y parecía que el mundo agonizaba. Junto con la cerveza vomitó sangre y todos sus demonios, tan intoxicada estaba aquella noche la pobre mosca. Después no volvió a ver al anciano y optó por replantear su relación con la bebida. Ésta la había ayudado a despojarse de numerosas cadenas, pero también estaba opacando su sensatez. Recordó sus métodos hedonistas y pensó que la cerveza podía ser a la vez placer y puerta al entendimiento. Ahora, cuando bebía se posaba en algún mueble a filosofar y - carajo, cómo le extrañaba esto- observar a los seres humanos hacer de las suyas. Por fin comprendía que no tenía nada que perder. Estaba feliz y sabía que pronto encontraría la respuesta a todas esas cuestiones sencillas que solían acribillarla. ¿Qué tienen de especial como para poder destruir cualquier cosa que les estorbe?, ¿qué tienen de especial?, la pregunta se repetía en círculos y la solución emergía parcelada en su trompa y volvía a desaparecer, jugueteaba, se explayaba. De pronto, casi como un fantasma emergiendo desde el humo pálido de los cigarros, vio aparecer a un señor con cara de ratón y bigotes de charro. La muerte se veía clara en sus ojos alcohólicos conforme se aproximaba. No tenía ningún matamoscas, pero sí una palma rosada y cinco dedos gordos y enanos. El movimiento fue tan rápido que no alcanzó a sentir el peso de la carne ni a ver su nueva figura, una plasta repugnante, reflejada en el cenicero de metal. Ya estaba muerta cuando el señor ratón, que se había limpiado la mano con su camisa llena de manchas resecas, sacó a bailar a una de las señoras desdentadas que bebían a costa de los caballeros.