viernes, diciembre 29, 2006

Muchacha hermosa




Tú pasas en tu auto
y te observo
mientras pienso en las cosas
que te podrían hacer feliz.

Tienes cabellos negros
y ojos pardos, intensos
una boca pequeña
como de ave

Eres una muchacha hermosa entre tantas
en una ciudad de laberintos que se encuentran
y te observo, pues el semáforo
está en rojo
y tú esperas
y yo sigo mirando
porque mi soledad se identifica
con la tristeza de tus ojos,
que se junta
con la de los míos
en un instante
ahistórico infinito

Y dura
justamente
el tiempo que te tardas
en pisar el clotch
meter primera
acelerar
y desaparecer
para siempre
entre las calles que no acaban.

jueves, diciembre 14, 2006

El iconoclasta



No fue un buen viaje. Tampoco el primero. Recordaba con inexactitud los luengos peregrinajes de otros años. Básicamente sus memorias eran las historias que la abuela le contaba y que él había olvidado; tenía a penas cinco años y había hecho el viaje en cuatro ocasiones, las primeras prendido del pecho de su madre. La boca de su abuela era indígena. Le gustaba escuchar esos cuentos: las largas hileras de ciclistas, los estandartes magníficos con la imagen de Guadalupe, los campamentos y las comidas en la Ciudad, la Basílica encendida en medio de la noche. Este año el clima había sido muy extremo. La sierra era fría y la carretera aún más. Partieron tarde y, sumado a los reveses impredecibles del camino, llegaban poco antes de la víspera del 12.

No fue un buen viaje. Los días soleados, las noches frías. Vomitó en la camioneta más de una vez. Entonces, la caravana se detenía y él salía acompañado de su madre para no salpicar el cuero de los asientos con atole y fracciones de torta. Un día le dio calentura pero una de las ancianas aplicó en su pecho fomentos y ungüentos que lo aliviaron rápidamente. Cuando se recuperó, le pidió permiso a su padre para ir en bicicleta. Las bicicletas son muy grandes para ti, fue la respuesta. De todos modos, por las noches él soñaba que encabezaba la columna y que iba tan rápido que ningún vehículo era capaz de alcanzarlo. Precisamente era de noche cuando despertó y vio luces por todos lados y oyó ruidos estrepitosos. Era la Ciudad. No fue buena idea planear un viaje tan apretado en tiempo. Varias cuadrillas de peregrinos van retrasadas y las calles se han vuelto ríos de autos, camiones, ciclistas, troles, micros y peatones desorbitados. Los semáforos en el corte de Eduardo Molina y Talismán son emblemáticos. Quien puede, cruza independientemente del color. Cláxones. Aullidos poco amigables desde gargantas poco amigables. ¡Peregrinos hijos de puta! Chiflidos obscenos. Mentadas. Gordos embutidos en uniformes de policía pretenden normalizar el tránsito. El andar de los peregrinos, perpetuo como las filas de las hormigas, corta la circulación intermitentemente. Algunos autos van en contraflujo, hay remolques atascados. Una micro se abalanza sobre un joven con un cuadro de la Virgen colgado en la espalda que se ha extraviado de su grupo. Otro tipo con camisa cerrada hasta el cuello y cara de imbécil sale de su flameante Volvo y golpea y escupe la puerta de la camioneta justo del lado de su padre. Su padre no se inmuta. Él, que está acostumbrado al sosiego del bosque y la tierra, comienza a aturdirse con todo el caos. Quiere vomitar, pero sabe que entre tanta confusión va a ser imposible bajar. Traga saliva y cierra los ojos.

Cuando despierta, su familia está instalando un campamento con lonas y cobijas piojosas. Hay demasiada gente alrededor. Su comunidad es pobre y siempre ahorra para hacer la marcha obligatoria. Su madre lo llama y lo persigna, le da una torta de aguacate y un vaso con agua de tamarindo. La calle huele a mierda. Las personas que no están cenando, orinan en las coladeras o cagan detrás de los camiones. De vez en cuando truena algún cuete en el cielo. Pronto será hora de cantarle las mañanitas a la Virgen. Su abuela le dice que volteé. Ahí está la Basílica, brillante como una estrella verde. No podrán acercarse más. San Juan de Aragón está henchido de personas desde Ferrocarril Hidalgo, a la altura de Martín Carrera. Su abuela le da un beso. Los labios de su abuela son indígenas. A él le gusta que lo bese. Su abuela le da una monografía con el rostro de la Virgen engargolada y atada a un cordón rojo. Se lo cuelga del cuello. Él se emociona, aunque no sabe que significa el papel que cuelga de su pecho. Él imita a los que lo rodean y es feliz.

Es la hora de las mañanitas. Muchas ancianas se arrodillan en el piso helado. Los borrachitos lloran. Él ve una bicicleta roja estacionada junto a la camioneta. Se acerca y trata de montarla. Es muy alta y su pie resbala del pedal, se va de espaldas y la bicicleta cae encima de él. Un retrato de la Virgen que alguien había apoyado en la bicicleta se estrella contra el asfalto. El vidrio se quiebra y la Virgen se mancha de agua fétida y orines. Él se para y, asustado, se dispone a llorar cuando ve llegar a su padre. Su padre lo jala con violencia del brazo. Le da una cachetada con su mano negra y vieja. Levanta el retrato, lo limpia con su manga y se persigna. Besa la imagen, sus labios tocan el papel que comienza a rizarse en las zonas húmedas. A él se le secan los ojos y ya no puede llorar, siente en el estómago que ha hecho algo malo. Corre y abraza a su abuela. Por muchos años hará el mismo viaje, desde la Mixteca Alta hasta la capital. Aprenderá a adorar a Guadalupe y llevará siempre en el cuello la monografía que le dieron aquella noche. Hará múltiples actos de expiación pero nunca olvidará la noche en que manchó la imagen de la Santa. Solamente cuando encabeza las peregrinaciones montado en su bicicleta roja y ningún vehículo es capaz de alcanzarlo, consigue perdonarse.

sábado, diciembre 02, 2006

Poemas cargados de cafeína



Sofisticación

La típica escoria de la ciudad
bebe cafés y tés en un cuarto iluminado artificialmente.
Sorbe malteadas a través de pajillas verdes
y con aire
de falsa indiferencia
come pasteles y fruta
sánduiches y galletas.
Posan, en los momentos adecuados
(por ejemplo, cuando pagan con su tarjeta
American Express)
para preservar
la sofisticación.

Ríen sin saber que afuera
la ciudad se ennegrece nuevamente
y las putas se paran en sus esquinas,
los borrachos toman la primera copa de la noche
y alguien, en algún lado, se desangra sobre el pavimento
que de manera irremediable
(y, ni se diga, sorprendente)
se junta con el asfalto que está a sus pies,
al borde de la ventana del local.
Se entremezclan de la misma manera que lo hacen
los mares del mundo
y algunos continentes.


17 años


no sé qué mierdas esperen
con sus caras de hastío.
apenas tendrán diecisiete años
pero se aburren voluntariemente como viejos
en una mesa
escuchando las conversaciones de otros adolescentes palurdos
que sin embargo tienen más dinero.
porque ellos, aunque se pongan la misma ropa
y se sienten
en las mismas sillas
no tienen algo que los demás tienen
(y que es es tan sutil como las variaciones en las tonalidades de mezclilla)
y por eso andan con la cabeza gacha
cuando caminan a la puerta
pues a pesar de que se ríen ruidosamente
con carcajadas estúpidas
en un café estúpido
de una ciudad estúpida,
caminan con precaución
pues en el fondo les duele.

y creo que es eso
lo último que piensan
en el fondo, aunque lo oculten
pero de un momento a otro
se acercan a la puerta
y desaparecen para siempre


Soledad

Los sábados siempre estoy solo
y a veces salgo a comer
o al cine
o
a veces
también a caminar.

Hoy acabé en un café
leyendo un libro y viendo
volar moscas
(aunque la verdad es que
en este café no hay moscas
porque el aire acondicionado
es muy fuerte).

A veces me encuentro
a alguna persona, conocida
que me pregunta: "¿A quién esperas?"
y yo respondo: "A Nadie"
y me observan
como si fuese
la reencarnación de jesucristo
o un ornitorrinco
y me digo: "mierda, me he
quedado solo".

Pero no importa tanto
porque no me caigo tan mal hoy
y porque sé que le ocurre
a todas las personas
tarde o temprano.

Además,
me gustan
los ornitorrincos.